viernes, 2 de diciembre de 2011

DIÁLOGOS PARA TRASCENDER LA DUALIDAD (II)

Continuamos con la quinta de las cuestiones planteadas en la entrevista realizada por Webislam a Francisco Almansa, filósofo y editor del portal de Aletheia:

Hashim Cabrera.-En otro lugar de tu página leo: «el capitalismo, como sistema económico-social en el que el medio es lo absoluto, es aquél en el que la nada se ha “encarnado” plenamente. … Por lo tanto, y en relación con lo anterior, el retorno al ser, depurado de sus excrecencias pasadas, implica la subversión más radical de los antivalores de este sistema social». Esta afirmación, sin más, puede hacernos regresar a Sartre, a cierto existencialismo. ¿Qué significa para ti retornar al ser? ¿Cómo puede lograrse?

Francisco Almansa— Sartre es el filósofo de la nada, pues del ser, según él, nada se puede decir, sino que «es»; por lo tanto, es en el espacio vacío de la nada, y siempre en referencia a ese ser cerrado sobre sí mismo, donde se desarrolla el drama humano de la existencia. Y ésta es pura contingencia y punto de partida de cada conciencia, a la que Sartre llama «para sí».

E. Munch, El Grito (1893)
 La radical contingencia, pues, del «para sí», es la que hace que éste, en la experiencia de la náusea (que es para el filósofo francés la experiencia inmediata de la conciencia de ser pura libertad), busque en el ser en sí -del que nada se sabe, recuérdese, sino que «es»- el punto de apoyo para poder ser a su vez. Esta síntesis imposible que el para sí se propone entre su «libertad», radicalmente absurda, y el ser sin sentido, puesto que es un ser absolutamente mudo, es el «proyecto». La consecuencia de todo esto es que todo proyecto está abocado al fracaso, y que en el fondo es indiferente para la conciencia la naturaleza del proyecto elegido. Se puede «elegir» ser ladrón, mártir, dirigente de un pueblo, o cualquier otra cosa, pero como siempre es una «elección» de ser, el proyecto no es sino un acto de funambulismo entre el ser y la nada.

Cuando digo, por tanto, que en el capitalismo la nada se ha encarnado plenamente, lo que quiero decir es que el «medio», o aquello que por sí mismo nada es, es el alfa y omega de este sistema. Como todos sabemos, el dinero nada es en sí mismo, aunque posea, eso sí, cada vez menos, una base material: papel, metales, tarjetas de crédito, o hasta una simple anotación contable. Lo mismo sucede con cualquier otro medio, que, por muy importante que nos parezca, siempre remite a un fin humano. La tragedia de este sistema es que de los medios ha hecho fines absolutos, y los seres humanos nos hemos metamorfoseado en medios para conseguirlos.

La competencia, como ya expliqué en la respuesta anterior, resultante de la desacralización del mundo, y su corolario de desvalorización metafísica del ser humano, es la que, en un proceso que se ha hecho autónomo en relación a cualquier voluntad, ha erigido el medio en tótem absoluto, que rige como el hado de los antiguos nuestro destino. Sin embargo, en tal tótem no habita el espíritu de ningún animal, sino la simple nada.

Volviendo a Sartre, aunque éste se declaró anticapitalista y luchó contra el sistema tanto a nivel técnico como al nivel de la praxis, su tragedia consistió en que le proporcionó al capitalismo argumentos filosóficos que legitimaban el radical nihilismo que es propio de este sistema. Pues, como vemos, éste lo “tolera todo” siempre que dé beneficios.

En cuanto a las “excrecencias del ser”, me refiero a las diferencias incompatibles que lo Sagrado muestra en las distintas tradiciones debido al hecho inevitable para el hombre histórico de no separar suficientemente el grano de la paja. Los intereses temporales de los grupos humanos en la historia son confundidos, frecuentemente, con fines intemporales; por lo que, como todo lo supuestamente intemporal, ha tenido que recibir la sanción de lo Sagrado.

Retornar al Ser no es, por tanto, sino retornar a la transparencia del Origen, por la que nos podamos presenciar como lo que somos. Ahora bien, como ya he comentado en otras respuestas, esta transparencia sólo se alcanza afirmándonos como lo que realmente somos. Para lo cual es necesario renunciar a esos falsos yoes colectivos que hacen percibir al yo personal como extraños, y hasta menos humanos, a los otros «nosotros mismos»; pues esto da siempre pie para la utilización de esos otros. Y esos falsos yoes colectivos por los cuales intentamos reconocernos como «lo que somos» en todas las diferencias y en todos los cambios, se disocian internamente en la medida que no existen otros a los cuales estigmatizar; con lo que también la inhumanidad de los otros aparece como una gangrena entre «nosotros».

Ingmar Bergman, El séptimo sello (1957)

Un diálogo que busque la auténtica aproximación a los otros pasa inevitablemente por un examen sincero de conciencia de nosotros mismos. La globalización, pese a todos los peligros, sufrimientos y retos que plantea, podríamos decir que, de alguna manera, también ha sido mediada por lo Sagrado, pues nos ha aproximado unos a otros lo bastante como para disipar tanto los mitos como los prejuicios con que nuestras respectivas tradiciones nos han hecho vernos y «no vernos» a la vez. Descubrimos, por tanto, que sólo hay un Hombre, y que nuestro fin es llegar a la meta de nuestra plena humanización; que a la postre coincide con el retorno a la Inocencia del Ser.

Hashim Cabrera. El proyecto de pensamiento que ofreces en tu portal aparece bajo la denominación genérica de “Afirmacionismo o Teoría de lo Uno”. Entre los argumentos aparecen citas de los Vedas, concretamente de sus doctrinas de no dualidad. En otros contextos se denomina unitarismo a esta manera de pensar. ¿Qué elementos diferenciadores o novedosos tiene tu proyecto con relación a otras formas históricas (teístas o no) unitarias de pensamiento?

— Francisco Almansa. El elemento diferencial del Afirmacionismo, en relación a otras formas históricas unitarias de pensamiento, está en su mismo punto de partida, pues a nuestro entender, dichas formas, en su radical reducción de la diferencia a la identidad, han desvalorizado en exceso las manifestaciones temporales del Ser. Cuando en ellas, de una o de otra manera, se hace de Lo Uno la ley absoluta, como por otra parte debe ser, el Ser y el no ser quedan absorbidos en una indiferenciación tal que inadvertidamente se le abre una puerta trasera al dualismo que se pretendía expulsar, siendo la consecuencia más llamativa de lo que podríamos denominar como «efecto de congelación de las diferencias». Se busca, tras el fluir del tiempo, la esencia del Ser en la Identidad, pero, en la inmanencia de este mundo, tal Identidad queda reducida al intento de congelar lo que no es sino un corte sincrónico en el tiempo de una sociedad puramente histórica. Es el caso de la sociedad de castas en la India.

 Cuando lo relativo se afirma como igual a sí mismo, más allá de todo devenir histórico, sus diferencias adquieren, progresivamente, la rigidez de lo inorgánico, y con ello necesariamente la vida deja de fluir, que es precisamente (el fluir de la vida) lo que una visión unitaria del Ser debe de explicar; porque la vida ama tanto la diferencia del Ser, como asimismo su Identidad.

El Afirmacionismo, pues, parte, como no puede ser de otra manera para una teoría de lo Uno, de la Identidad, que es tanto ontológica como lógicamente lo primero. Lo Uno, en tanto que tal, es el principio de Identidad de todo ser; de igual manera que en lógica, sin tal principio, toda su estructura se derrumbaría. A partir de aquí, la ley de la autodiferenciación de Lo Uno coincide tanto con la lógica dialéctica como con la lógica formal, pues éstas no son sino las formas universales de la diferenciación siempre-ya-realizada de Lo Uno.

Cuando hablamos de la Identidad absoluta de Lo Uno, parece que no quede más que el silencio; sin embargo, si la Identidad de Lo Uno es absoluta, significa que su afirmación, lógicamente absoluta, es asimismo la negación absoluta de lo que Él no es. Vemos cómo la más pura Identidad implica ya la negación. Y es aquí donde, a nuestro parecer, se da el error lógico-dialéctico de otras formas unitarias de pensamiento.

Si Lo Uno es Todo, lo negado por Lo Uno es «nada» o ausencia absoluta de Ser. Algo que, desgraciadamente, se confunde con frecuencia con el espacio «vacío», que, como se sabe desde la Mecánica Cuántica, no está tan vacío; pero, aunque así fuese, al espacio le es inherente la diferencia, ya que, al ser extensión, el aquí no es el allí. Por tanto, lo negado por lo Uno no es espacio, sino «ausencia» sin más; y como tal sin diferencia.

La confusión surge cuando hablamos de su contrario, que como Identidad absoluta tampoco posee diferencia alguna; y, como tal, es completamente indeterminada, y por lo tanto: Nada. Aunque esta vez estemos, a diferencia de la nada como ausencia absoluta, frente al Presente absoluto de todo ser. Pero como Identidad absoluta que este Presente es, es necesariamente «Diferencia absoluta» de lo que no es; y lo que no es, es la nada como ausencia. Si la nada es la muerte, la Nada es el Origen o fuente absoluta de toda Vida, pues es un autoidentificarse incondicional por el cual se diferencia absolutamente de lo que no es: la nada, en tanto que ausencia.

Esta diferenciación entre nada y Nada, expuesta de esta manera tan sumaria, es también la diferencia original entre el Afirmacionismo y los otros pensamientos de Lo Uno. De la dialéctica de esta diferenciación se llega a un concepto de Verdad que rompe con la idea de la misma que de ella, frecuentemente, se tiene, al considerársela como un límite para la libertad, pues en el Afirmacionismo la Verdad es la forma como la Libertad absoluta de Lo Uno se autoobjetiva para servirse a sí misma de Ley.

Se puede decir, por tanto, que el Afirmacionismo es la teoría que partiendo de la Identidad absoluta, en su diferenciación de la Nada llega a la Verdad como Singularidad, que no impone, sino que inspira, para que la Libertad de cada uno -que no es, a su vez, sino la afirmación de su singularidad, mediante la realización de las posibilidades que le son inherentes- se realice, a su vez, en comunión con la realización de la libertad de todos.

Se puede pensar que este pensamiento no es sino una versión adaptada de la filosofía de Hegel, por eso de «la Verdad al gusto de los tiempos». Sin embargo, para nosotros, la filosofía hegeliana es la forma como el Yo se piensa a sí mismo como Fin absoluto de todo devenir. Aunque Hegel, en su introducción a La Lógica, nos dice que el pensamiento es lo infinito, resulta que en el despliegue de la Idea, en su autoobjetivación, vemos, en La Fenomenología del Espíritu, como el Fin es un Yo que es un Nosotros, y un Nosotros que es un Yo. Es un pensamiento de autolegitimación de un Yo/Nosotros que cree haber alcanzado su culminación, pero que en realidad no es sino el canto del cisne del mismo.

Tampoco se trata desde el Afirmacionismo, como desde algunas filosofías orientales se pretende, de la negación del Yo para alcanzar la fusión con Lo Absoluto; pues Lo Absoluto se ama como Diferencia, así como la Diferencia, en la medida que puede justamente diferenciarse de lo que no es afirmándose como lo que es, ama la Identidad. De ahí que, en nuestro concepto de Verdad -algo que nos es imposible exponer aquí-, cuando se ama a ésta, se ame simultáneamente tanto a la Diferencia como a la Identidad.

H. C.: El modelo de globalización hoy dominante implica una forma de vida que tiende a homogeneizar las prácticas culturales y las identidades, y se vislumbra como un proceso de aculturación irreversible pues muestra una capacidad sorprendente para neutralizar cualquier disidencia y homologar u homogeneizar cualquier diferencia. ¿Implica esa globalización alguna forma de sociedad o comunidad cuando el ser humano casi ha olvidado sus vínculos no sólo con lo sagrado sino con la naturaleza y con sus semejantes? ¿Cómo podría revertirse esa tendencia?

—F. A.: Efectivamente, el modelo de globalización capitalista tiene un poder que diríamos casi hipnótico para neutralizar disidencias y hacer que la diferencia quede esencialmente vacía de contenido. La cuestión estriba, a mi parecer, en que la disidencia ha sido institucionalizada, y, por tanto, se le permite «competir» con otros sujetos sociales…, que es justamente asumir la ley por la cual este orden se perpetúa, y,  a su vez, pretende legitimarse; puesto que negar la competencia como ley de relación humana significaría para los guardianes del mismo, así como para una opinión muy trabajada ya al respecto, albergar pretensiones totalitarias. De esta manera, han surgido unos nuevos tipos de híbridos sociales, a los que podríamos catalogar de disidentes adaptados, rebeldes acomodados o transgresores con reconocimiento social, pensadores deconstructores, y así un largo etcétera. Lo que lleva a toda esta mixtificación de identidades es la general aceptación de la ley suprema de este modelo: la de que la legítima competencia es el motor de todo progreso, y que el triunfo del vencedor merece una recompensa.

Sin embargo, lo que rige la competencia es la falta, y no el Ser. Sólo se compite por aquello que nos falta (alimentos, dinero, reconocimiento social o paternal, trabajo, etc.); pues en tanto que no «experimentamos» falta alguna, no nos precipitamos tampoco a competir para alcanzar lo que tenemos o lo que somos. Cuando la falta es objetiva, como sucede con el alimento o el trabajo, la consecución de tales metas no rompe con frecuencia la solidaridad con los perdedores. No sucede así, por el contrario, cuando la competencia hunde sus raíces en una falta subjetiva o espiritual; pues entonces significa una ruptura de la solidaridad humana, así como una negación querida, relativa o total, de la Mismidad de los otros, que forma parte indisociable del éxito. Pero es que además del triunfo que supone la desvalorización de los otros (los vencidos), se considera de justicia una recompensa externa a la misma realización «exitosa».

La esencia, pues, de este competir, consiste en limitar al otro en relación a maximizar la afirmación propia. Se necesita, por tanto, a los otros, porque sólo por su desvalorización se puede alcanzar mayor grado de autovaloración. Vemos cómo la competencia es una relación de valorización y desvalorización simultáneas, de manera semejante a como sucede en el proceso de explotación del trabajo analizado por Marx; pues, en éste, una parte del valor que el trabajador transfiere a las mercancías se lo apropia el capitalista. Con lo que en la medida que alguien o algo ha sido despojado de parte de su valor, y, por tanto, desvalorizado, alguien o algo a su vez recibe dicho valor.

Ahora bien, ¿qué significa desvalorizar? Para responder a esta pregunta, antes es necesario saber en qué consiste valorizar. Cuando afirmamos la identidad de algo o de alguien por sí misma, estamos valorizando ese algo o ese alguien. En relación con una de las respuestas anteriores, se verá que la valorización es la actitud espontánea de lo que llamamos «inocencia activa». Se colige entonces que el sistema de competencia universal, que es el capitalismo global, es en sí mismo la más radical negación de la inocencia.

Asimismo, afirmar la identidad por sí misma consiste a su vez en afirmarla por su singularidad, por aquello que la distingue positivamente de las demás. En este sentido podríamos decir que la competencia, como ley reguladora social, es necesariamente la ley que afirma la vulgaridad; y que, por lo tanto, asfixia lo singular en cualquiera de sus manifestaciones. He aquí la paradoja del individualismo exacerbado del capitalismo: la creación del hombre masa. Este hombre al que la publicidad le reclama que sea él mismo comprando un producto que está pensado para que lo compren millones de personas más.

Cuando mediante la competencia se nos desvaloriza o nos desvalorizamos, nos volvemos «otro más»; o sea, se da una diferencia indiferente entre unos u otros. Esto es lo que constituye un proceso de degradación del Ser y, por tanto, de nihilización. En tanto que somos más o menos indiferentes, como objetos de desvalorización, se nos reduce a la nada; mientras que al ser valorizados se nos aparta de ella en la medida que se nos ve por nosotros mismos o por nuestra singularidad.

En cualquier pensamiento que afirme que todo es Uno, así como en toda fe que vea en lo Sagrado la fuente Absoluta de todo valor, si no quiere introducir el dualismo en el núcleo mismo de su cuerpo teórico o doctrinal, habría de rechazar la competencia como ley reguladora de las relaciones entre los hombres; pues Lo Uno es obvio que con nada compite, y en la medida que Lo Uno es el Presente en todos y de todos, competir significa negar en nosotros mismos y en los otros la singularidad inherente a la propia afirmación de Lo Uno como Único.

La negación del dualismo es una y la misma cosa que la negación del competir, pues en todo dualismo la afirmación de una parte significa necesariamente la negación de la otra; pero esto es justo lo que sucede cuando se compite. Y si Uno es concebido inmediatamente como negación de lo que Él no es, a su diferenciación le es inherente de forma necesaria afirmarse como lo que Él es; o sea, diferenciarse de lo dual. Pero sólo en la medida que diferenciarse es singularizarse se cumple tal condición; pues lo singular no compite con lo singular, sino que, en el marco de Lo Uno, lo afirma.


Robert Delaunay, Relief-disques (1936)
Resumiendo: La diferenciación de Lo Uno, en tanto que Éste es la negación misma del dualismo, ha de ser tal, que la afirmación de la Singularidad de cada diferencia es inherente a la afirmación de la Singularidad de las otras diferencias.

En cuanto a cómo revertir la tendencia homogeneizadora de un mundo dominado por la competencia, no puede ser otra, a mi entender, que salir del círculo infernal de la competencia; lo cual no significa, ni mucho menos, el no actuar, conforme prescriben algunas interpretaciones del Taoísmo, la filosofía Zen o el Budismo, sino actuar conforme a lo que somos realmente en su plenitud. Cuando esto sucede, el actuar cambia cualitativamente a cuando competimos, ya que la realización posee un valor por sí misma, y, por lo tanto, nada se pide a cambio. Es un actuar que no «actúa» sobre su objeto, en el sentido de que lo fuerce de una u otra manera, sino que se revela como valorización gratuita, por cuanto su relación con el mismo es conforme a la afirmación de la singularidad de ambas partes.

El peligro de la no acción, según las interpretaciones a las que aludimos anteriormente, es, a nuestro entender, el que introduce un dualismo entre el mundo del Espíritu, de lo Sagrado, etcétera, y el mundo profano de la política, la economía o la ciencia. Pues el primero es concebido de tal manera que necesariamente desvaloriza al segundo. Ahora bien, lo Sagrado o lo Espiritual no compite con lo profano; su fin último es, a nuestro parecer, su plena reconciliación valorativa con éste. Asimismo, el peligro de los «activistas» es que fían demasiado en los medios para alcanzar los objetivos que se proponen, y de esa manera se olvidan, o no ven, que ese es precisamente el pecado capital de este sistema: su fe absoluta en los medios. Aquí no vale el tratar de vencerlo con sus propias armas, sino de actuar como Alejandro frente al nudo gordiano; pues como los medios no poseen valor por sí mismos, confiar en ellos para arreglar lo humano, que es lo que vale por sí mismo, es degradarlo a la condición de objeto.

Por último, la homogeneización de cualquier diferencia, a la que haces alusión en tu pregunta, por parte del sistema, no es síntoma de vitalidad, sino de muerte. Por lo tanto, la tendencia es irreversible, pero, a su vez, otra tendencia también irreversible está surgiendo: la de aquellos que buscan una nueva alianza por la gratuidad y por la transparencia de nuestras relaciones. ¿Acaso no es así la relación que lo Sagrado mantiene consigo mismo?

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