jueves, 10 de marzo de 2011

LOS REFERENTES DE LA EDUCACIÓN


Fotograma de la película de Francois Truffaut Los 400 golpes (1959)

¿Se puede educar, o sea, transmitir los códigos básicos que hacen a un individuo apto para convertirse en un sujeto consciente de la doble responsabilidad de la autoeducación –o compromiso consigo mismo- y de la participación activa en aras del perfeccionamiento de la vida social –o compromiso con el Nosotros más universal- en una realidad social en la que los valores compartidos están en gran medida despojados de contenido? Pues resulta que el supuesto de un destino común –sea éste religioso, nacional, de clase, de etnia, etc.- y por tanto de una meta a alcanzar, ha sido abandonado en nuestro mundo postmoderno por lo que se ha dado en llamar un “futuro abierto”, que no es otra cosa, según algunos, que la incertidumbre inherente a unas sociedades cuya alta complejidad no permite sino atender a las disfunciones de las partes, pero nunca orientar la marcha del todo social. Los totalitarismos serían intentos fallidos de conseguir tal objetivo, por cuanto tratan de imponer como universal lo que no es sino una diferencia de un determinado grupo humano, que como diferencia no puede sino ser relativa y, en tanto que tal, impotente para constituirse en la identidad capaz de articular la unidad del Todo.

Quizás los totalitarismos se encuentran más extendidos de lo que creemos, pues, como se desprende de lo anterior, sólo la parte puede ser “totalitaria”, pero no así el Todo, que en el supuesto totalitario de la parte sólo se podría decir de él que es “partidista”, puesto que constituiría un “todo relativo”. El que un grupo humano imponga como universales unos intereses cuya presencia o ausencia nada tengan que ver con lo que entendemos como plenitud humana implica que ésta está siendo limitada de alguna manera y, por lo tanto, estamos frente a unos intereses totalitarios. No importa, pues, la multiplicidad de credos religiosos, partidos, etcétera, que estén presentes en una realidad social, si al fin y al cabo lo realidad que rige el devenir social es ajena y hasta antagónica a lo que a nuestro entender constituye la plenitud de la identidad humana: el de ser una singularidad solidaria

Y la clave de tan paradójica síntesis es la estructura de su ser consciente, por cuanto se revela como el doble poder de reconocer nuestra diferencia tanto personal como en relación a los otros seres, como asimismo el poder de trascenderla reconociéndonos en una unidad indisoluble justo con aquellos seres con los que nos podemos diferenciar. Dicho en otras palabras: la auténtica solidaridad –que nosotros denominamos ontológica- potencia en el individuo la diferencia que lo distingue (en el doble sentido de diferenciar y de poseer distinción), y por la cual se reconoce como único, siendo además ésta la garantía por la que la persona adquiera la plena conciencia de su pertenencia a la esencia solidaria del ser.

El individualismo hoy imperante no es sino una ideología que al negar la dimensión solidaria como constitutiva del ser en una supuesta defensa de la irreductible individualidad del ente, en cualquiera de sus modos, lo que en realidad ha conseguido es uno de los ejemplos más acabados del hombre-masa. Éste, a la vez que exhibe un profundo extrañamiento hacia el “otro” se acaba moviendo, sin embargo, bajo el imperio de los mismos estímulos. Asimismo, los totalitarismos “clásicos”, acentuando una forma unidimensional de la solidaridad como es la raza o la clase, llevan igualmente al mismo callejón sin salida del hombre-masa, en el que la solidaridad original queda reducida a una feroz competencia en relación a las ventajas que de la “fidelidad” al grupo puedan obtenerse.

Fue el primero de su clase...
 El proceso educativo, pues, habría de construirse sobre la dialéctica de la relación unitaria entre la afirmación de la singularidad inherente a la diferencia humana del Ser, y la afirmación de la singularidad de cada uno de sus miembros. Sólo de esta manera en la que la relación entre sujetos supera el extrañamiento de la competencia por “lo mismo”, propia de lo que no ha llegado a la plenitud de la diferencia que lo singulariza como uno mismo, se pone de manifiesto a su vez la exigencia del respeto por nuestro Ser Natural. Éste no es ni un simple medio para nuestros intereses egoístas ni tampoco una ley absoluta a la cual nos debemos humillar y, por lo tanto, abdicar en relación a nuestra esencia consciente que, en cuanto a tal, es a su vez esencialmente creadora. Se trata en este caso de una relación de recreación amorosa, por la que cuidamos/diversificando y obedecemos/reconociéndonos como los seres por los que el Ser Natural inconsciente tiene sentido. Vemos, por lo tanto, que el proceso educativo implica una relación que busca que, en la medida que el educando se encuentre a sí mismo, se reconozca como uno con todas las diferencias del Ser.

En base a lo anteriormente expuesto, las objeciones que al actual paradigma educativo se pueden hacer son numerosas, pero vamos a destacar sólo una en este caso. No porque creamos que es relativa a su defecto más importante –pues a nuestro entender posee otros mucho mayores-, sino porque se trata de un caso claro por el que el educando se ve obligado a compararse con los “otros” para valorarse a sí mismo. Lo cual implica que el fracaso o el éxito lo hace depender más de la posición relativa que posee en relación a un proceso determinado de aprendizaje, y por el cual se percibe como más o menos que otros, que de la percepción de lo que es el verdadero éxito: el del poder de diferenciarnos como únicos. Ni más ni menos.

Lo que hace por tanto el actual sistema de evaluación es perjudicar tanto al que va “mejor” como al contrario. El primero puede pensar que es único simplemente porque obtiene más en algo, pero por el más nunca se llega a lo único, sino todo lo contrario, mientras que el segundo puede perder su autoestima por no ser como el “otro”, que es justo aquello por lo que se justifica la autoestima. Los “primeros”, pues, corren el riesgo de percibir débilmente la solidaridad del ser por la que son lo que son, y con ello no sentirse tributarios sino de sí mismos, en tanto que los segundos optarán, en la mayoría de los casos, por el conformismo de lo inevitable. 
Nunca fue bien en la escuela...
          Conforme a lo anterior, pensamos que el educando debe recibir una evaluación personalizada y, por lo tanto, relativa a su relativa evolución –o involución- respecto a los aprendizajes que necesariamente constituyen el núcleo que posteriormente permite acceder a los saberes de mayor nivel, y en relación a los cuales él sea el protagonista esencial de su evaluación. Sólo el que sabe autorreferenciarse adecuadamente puede dar lo mejor de sí a los demás, como asimismo sabrá tomar lo mejor de los otros con la gratitud del que recibe un fruto que admira y ama, pero que no desea, puesto que el otro no es su competidor. Cada uno da sus frutos, y la alegría de vivir consiste en compartirlos.
        En cuanto a la medida “objetiva” de sus conocimientos, que es lo que el método clásico de las notas pretende reflejar, pensamos que en tanto que las diferencias entre unos educandos y otros suponen una determinada ratio –establecida en base a unas desviaciones mínimas, siempre dependientes de factores aleatorios y por lo mismo siempre imponderables-, el fracaso de aquellos que no han superado el nivel de destreza suficiente para acceder a los saberes superiores ha de ser atribuido exclusivamente al Sistema Educativo. Y entendemos por Sistema Educativo no solamente al centro escolar, sino al sistema de relaciones que vincula al conjunto de los educadores, tanto directos o esenciales –padres y profesores- como asimismo indirectos – medios de comunicación, entorno social, Iglesias, profesionales de la psicología, políticos, etc. O sea, todos aquellos que, tanto por su papel social como por constituir un entorno humano de fuerte presencia orientadora en la vida de los niños, han de asumir una responsabilidad frente a los mismos. Por todo ello, pensamos que un axioma que todo educador no debería olvidar nunca en relación al proceso educativo es que Un niño nunca fracasa. Los que fracasan son los adultos.
Francisco Almansa González, filósofo.
Publicado en la revista Athanor, nº 77, septiembre-octubre de 2009.

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