jueves, 17 de marzo de 2011

EL FIN DE UN MUNDO Y EL NACIMIENTO DE UNO NUEVO

Fotograma de la película Sacrificio de Andrei Tarkovsky (1986)
Francisco Almansa González

Estamos en presencia del fin de una era, o lo que es lo mismo: del fin de un mundo. Pero este mundo que se acaba es, en primer lugar, un mundo visto desde una manera de vernos a nosotros mismos, y esto hace que lo que llamamos “realidad” esté a su vez mediatizado por lo que también en nosotros consideramos más real. Sin embargo, desde el triunfo del pensamiento débil, que paradójicamente se convierte en el pensamiento dominante, ha sido decretado el fin de la identidad humana; algo que es equivalente a proclamar nuestra des-realización, pues cuanto menos real se es menos identidad se posee. Curiosamente, con la aniquilación teórica de nuestra identidad, se ha pretendido abrir una era de libertad. Ya que, según estos pensadores (sic.) -hoy constituidos a su vez en intelectualidad dominante-, el origen de toda opresión habría que buscarlo en la pretensión de poseer algún tipo de identidad, cuyo arquetipo absoluto se encontraría en lo Uno, que identifican con el Estado, como es el caso de Antonio Negri.

Con lo anterior, lo que se pone de manifiesto es más bien la muerte de una forma de autoidentificarnos que es la de ser yoes aislados y con un destino que depende esencialmente de nuestra libertad, por la cual se nos premia o bien se nos castiga tanto en el cielo como en la tierra. Pues en este punto coinciden lo mismo creyentes como ateos, escépticos o agnósticos, dado que todo castigo tiene sentido sólo si la ley ha sido trasgredida por un acto plenamente libre. Asimismo, todo premio es la recompensa de un acto voluntario que se supone tiene un efecto benéfico para todos.

El pensamiento postmoderno no cuestiona en absoluto esta forma de autoidentificación, sino que, por el contrario, la exacerba hasta aniquilar cualquier vínculo permanente por el que comunitariamente nos reconozcamos como Nosotros Mismos, con lo cual pone de relieve, en este sentido, su verdadera naturaleza: el de ser el paradigma terminal de un tiempo relativo a una forma de autoidentificación humana, y, por lo tanto, de una forma de vida. En relación con lo anterior, podría decirse que dicho paradigma no es sino la forma de conciencia que se tiene de su propia muerte, que, paradójicamente, la toma como la forma definitiva de la vida de lo que se “ha dado” en llamar Hombre. Sin embargo, la no identidad que se postula como garantía de libertad no es sino el atributo negativo de la muerte. Pero ésta, en relación al ser humano, no se reduce ni mucho menos a su extinción física, sino que es vivida como impotencia que adviene o que se padece en relación a una forma de ser presente.

En este sentido, se puede ser consciente de haber muerto, por ejemplo, para una comunidad que nos rechaza y de la cual necesitamos para sentirnos nosotros mismos. Pero también se puede vivir la muerte de una forma más racionalizada, en el sentido freudiano del término, de tal manera que la impotencia -rasgo común de todo lo muerto- sea disimulada bajo el disfraz de un sedicente realismo. ¡Nada de proyectos sociales!, se nos dice, pues esto supone un fin común que limitaría nuestra libertad, siempre para ellos relativa al aquí y ahora, por quimeras relativas a un futuro del cual sólo cabría decir que es absoluta incertidumbre.

Sin embargo, basta mirar toda manifestación de vida, aun en sus formas más rudimentarias, para observar que ésta busca ser el Presente de su futuro. Esto es: ser la ley de su propio cambio, haciéndose para ello necesaria por su singularidad. Toda especie es una forma singular de vida que, siendo tal y como es, constituye una presencia necesaria para las demás especies. De ahí que el cambio o la extinción de alguna suponga la modificación o extinción de otras. Esto es lo que denominamos el Orden Solidario de la Vida. Ahora bien, es a su vez este orden solidario el que permite la afirmación de la singularidad de cada especie, y con ello el que le facilita realizar las posibilidades que le son inherentes, y esto, mutatis mutandi, es lo que denominamos libertad de la especie.

Giotto, S. Francisco regala su capa a un pobre (S. XIII)
En resumen, todo orden de solidaridad es una y la misma cosa que un orden de libertad. Esto vale sobre todo para la realidad humana, pues es desde ella donde podemos hablar, en su más pleno sentido, de Libertad. Sólo que aquí no rige el concepto de especie en tanto que nos referimos a la escala de la vida social, sino de la persona, que, en tanto que tal, no busca sino la máxima expresión de su Vida: afirmar su singularidad en comunión solidaria con los demás. Esto es: que el orden solidario sea la condición del orden de la libertad o de realización de las posibilidades que son inherentes a la singularidad de cada uno.

Con esto, el árbol de la Vida ya no sería diferente al árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, puesto que la máxima expresión de la Vida es la Vida tal y como se debe vivir. O sea: como libertad solidaria. Al paradigma terminal del postmodernismo, o conciencia de la nada, no puede sino seguirle el paradigma de la Vida, que es aquella forma de diferenciación del Todo inherente a la afirmación de la singularidad de sus partes. Frente al individuo aislado y sin identidad, o conciencia de muerte, la singularidad solidaria o conciencia de Vida.

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