lunes, 23 de mayo de 2011

EL CAMBIO NECESARIO DE PARADIGMA Y LA VALORACIÓN DEL SER


Algo empieza a moverse. Sin embargo, la dirección del movimiento responde más a un simple reflejo de autodefensa que al impulso deliberado y reflexivo de un proyecto. Se reivindica lo elemental: decencia política, justicia social, democracia real, distribución proporcional de las cargas derivadas de la crisis, rendición de cuentas de los responsables de la misma, etc. Pero estas demandas pertenecen de pleno derecho al paradigma que nosotros también denominamos como de «legitimación consensuada de las desigualdades», por el que al individuo, cuyo destino se concibe marcado por sus propios actos, se le reconoce el derecho a poseer todos los medios materiales que su “capacidad” le permita, como son dinero, empresas, casas, objetos de todo tipo, etc. El único límite que en teoría se le impone es, claro está, el que no influya en el destino de los otros individuos, que, como se presupone, ha de ser el resultado de su libertad cristalizada en elecciones irreversibles.



He aquí los dos puntales ideológicos sobre los que se vertebra el paradigma vigente -hoy, a nuestro parecer, en estado terminal: la capacidad individual y la libertad. Por la primera obtenemos el derecho a realizar todas aquellas empresas de que somos capaces, y de las cuales, por lo mismo, sus frutos nos pertenecerían, para bien o para mal; mientras que por la libertad adquirimos tanto el derecho a probar nuestras capacidades en realizaciones concretas, como de asumir la responsabilidad de las decisiones adoptadas en el ejercicio de las mismas. La feliz combinación entre una óptima dotación de capacidades y un “uso” responsable de la libertad es lo que lleva al Fin Último o Meta Final del Paradigma: «el Triunfo».

El triunfador, pues, producto singular de la Madre Naturaleza y del Padre Elección Responsable, pertenece por derecho propio a los pocos elegidos de entre los muchos llamados; y, como tal, merece su premio, pues se nos dice: se premia la libertad responsable, y por ella el triunfador ha realizado sus capacidades que otros “libremente” dejan marchitarse. Pero es que además el premio se considera de la más elemental justicia: el disfrute de lo conseguido por sus “virtudes” (naturales cuando se refieren a su inteligencia, talentos, etc.) y morales: elección dirigida a la realización de sus virtudes naturales, conforme al marco legal democráticamente consensuado. Pero como además la visión secular dominante no permite hacerse ilusiones sobre recompensas en un “más Allá”, se pone todo el empeño para no dejar pasar la oportunidad de que el disfrute del premio sea en el “más Acá”.

Ahora bien, el triunfador, en este paradigma, es declarado como tal solamente si pasa por la prueba iniciática de la competición contra los otros. Se triunfa si se llega a ser más en algo que los demás. Aquí lo que vale es lo que Hegel denominaba como la «diferencia indiferente», esto es: la cantidad. Quiere decir lo anterior que por el hecho de ser más en algo y en relación a otros no significa ni mucho menos que hayamos conseguido lo que en verdad andamos buscando, y que no es otra cosa que la plena coincidencia con nosotros mismos. O ser ni más ni menos lo que somos.

Sin embargo, la competencia, por tener precisamente a los otros como una referencia con la cual hay que compararse, lleva inexorablemente a la pérdida de sí. Ser, pues, un triunfador en este «paradigma terminal» es ser un desconocido que es algo más en algo que otros desconocidos con los que se compara.

Este descarrío del ser por el que se busca el llegar a ser “más que....”, nos sumerge todavía más en el anonimato ontológico; algo que se revela claramente por el esfuerzo de los triunfadores por alcanzar la fama. Ya que un triunfo sin fama parece no significar nada. Esta competencia por salir del anonimato que se extiende a todas las esferas de la vida social, tratando, a ser posible, de no ser menos que otros, ya que el ser más que todos en algo está vedado a la mayoría, es el factor clave que lleva a la compulsión del tener y a su ostentación como una fórmula a la vez de competencia y de éxito.

Sin embargo, aunque titubeante, a veces contradictorio y otras veces incluso dogmático, un nuevo paradigma trata de abrirse paso. En él, la visión holística y el protagonismo de la conciencia son dos notas esenciales por las cuales trata de diferenciarse del paradigma agónico aún presente. Esta valoración de la conciencia supone eo ipso una valoración del ser humano, pues es gracias a ser conscientes por lo que nos podemos definir como humanos. Pero a nuestro entender el hecho de ser conciencias significa mucho más, ya que sólo por ella el ser puede diferenciarse de la nada; y si tenemos en cuenta que la nada es lo que define a la muerte, se colige de inmediato que sólo por la conciencia la vida realmente se diferencia de la muerte. Y es precisamente por este poder de diferenciación que la vida no consciente no posee, es por lo que surge el temor a la muerte, y simultáneamente el esfuerzo por conjurarla. Ahora bien, de lo que se trata es que el hecho fundamental del ser autoconsciente es este poder de diferenciar entre ser y nada, que es a su vez la condición necesaria de todo otro poder, pues sin él, como humanos, nada somos. Porque se trata del auténtico triunfo sobre las tinieblas en relación a todas aquellas formas de ser que, por mucho que nos apabullen sus magnitudes y su complejidad, en tanto que carecen de consciencia, para ellas ser y no ser son idénticos. De lo anterior se desprende que sólo por la conciencia y por su poder diferenciador de la nada el ser es valorizado. Dicho de otra manera: la conciencia es el valor por el cual todo otro ser es valorizado. Lo cual significa que toda conciencia es por igual un valor que valoriza al ser. Desvalorizar, por tanto, a la conciencia, implica la desvalorización del resto del ser y, con ello, el triunfo del absurdo, el cual es expresado por la ecuación nihilista Ser=nada.

 Picasso, Mujeres corriendo por la playa (1922)
Conforme a lo anterior, la valoración no es para nosotros un acto meramente subjetivo, pues si así fuera no habría manera de escapar de la espiral ascendente hacia el absurdo del nihilismo, sino que con ella se reconoce la mayor o menor “distancia” de una forma de ser en relación a la nada. Pero como esa “distancia” sólo es posible establecerla gracias a la conciencia, ésta se nos revela como un patrón esencial del Ser. Y, como tal, un límite de la nada, ya que es el ser que más se diferencia de la misma, o lo que es lo mismo: menos se identifica con ella.

Cuando insistimos en la diferencia entre conciencia y nada, lo primero que hay que tener en cuenta es que la nada es falta absoluta de singularidad, por lo que todo alejamiento de la misma es ya una determinada forma de singularizarse. De aquí que la conciencia, en tanto que alejamiento esencial de la nada, sea la forma esencial de singularidad del ser. Sabemos que algo es tanto más singular cuanto más por sí mismo se diferencia de lo que no es, pero esto es justamente lo que sucede con la conciencia. Es, por tanto, por este poder de autodiferenciación en relación a todo otro ser, y fundamentalmente de la nada, por lo que es el ser que se autovalora. Siendo esto precisamente lo que la convierte en el patrón de todo valor.

Vemos, según lo visto hasta aquí, cómo la conciencia, en tanto que es la forma esencial de la vida, puesto que sólo por ella la vida se diferencia auténticamente de la nada, lo que busca a partir de esta diferenciación original es diferenciarse lo más posible de la nada. Algo que sólo es posible en la medida en que es la singularidad del ser que al autovalorarse valora a todo otro ser.

Estamos, por tanto, en las antípodas del paradigma terminal en el que actualmente nos desenvolvemos, pues en él rige el dogma de la competencia como mecanismo esencial de progreso, siendo la esencia de la misma la desvalorización permanente del otro y, a la postre, de todo ser. Rige asimismo como patrón de todo valor «la utilidad», y, claro está, se compite por ser más y más útil, siendo lo útil en última instancia lo que da beneficios. Todo, por tanto, se convierte en un medio para este fin, que, como sabemos, es la sacralización de la cantidad, pues por ella se mide el éxito y el fracaso. Esta desvalorización universal en aras de lo “útil” es lo que nos revela de forma palmaria los síntomas de una decadencia o vejez irreversible de un paradigma. Pues en la mala vejez -ya que también la hay buena-, es un hecho que, al vivirla como fracaso, todo se desvaloriza, empezando por la vida en general. Asimismo, la codicia es un huésped que la debilidad atrae con frecuencia, pues cuando no se puede.... ¿qué es más útil que el dinero?

Sólo nos resta decir que si en el nuevo paradigma la conciencia se revela como el patrón del Ser y de su valorización, es a su vez necesario destacar que una de las dimensiones de la misma por la cual el Ser es más diferenciado como singularidad, contra el fondo indiferenciado de la nada, es el Amor.

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